"Eres encantadora,
pero hablas demasiado"
El cine
independiente norteamericano no ha sido siempre como en la actualidad (con Sundance
o Tarantino) y, para remontarse a los orígenes de este tipo de obras, es preciso
detenerse en la figura de John Cassavetes.
A principios de los 50,
las producciones de los magnates de los estudios de Hollywood, basadas en el
sistema de estudios, hubieron de enfrentarse – fuera de los Tribunales – a un
nuevo pero no menos importante rival: la televisión. El alcance y la cercanía
de ésta alejaban de los espectadores el mundo de colores pastel de los films y llamaron
la atención de algunos jóvenes decididos a crear una alternativa a las grandes
superproducciones. Esta alternativa no sólo se refería a un método diferente de
rodaje, sino que también proponía nuevas formas de difusión y realización,
alejadas de los multimillonarios presupuestos y campañas publicitarias que
caracterizaban al cine hollywoodiense. Además del impacto televisivo, la
influencia de creadores extranjeros – principalmente del Neorrealismo italiano
– marcó las pautas de lo que se conoce como “cine independiente”
norteamericano. Los films de este tipo de directores noveles eran
autofinanciados, de lo que se derivaban campañas publicitarias modestas y un
reparto repleto de caras nuevas. La influencia italiana, así como la
televisión, hicieron que la estética y los temas de interés de este tipo de
cine también fueran muy diferentes del glamouroso universo de Hollywood,
prefiriendo antes la cotidianidad y la fugacidad del instante a los grandes
montajes.
En Rostros, John Cassavetes presenta todas
las características de este cine independiente original: la cámara no deja de
moverse, acercándose y alejándose de los actores, recurriendo a menudo al
primer plano para acercar al máximo el estado del personaje al espectador. Y es
que lo principal en este film son las personas. Personas reales, cotidianas,
con su bondad y su maldad; lejos de los prototipos planos de Hollywood que
rápidamente señalan a un bueno y a un malo. Tanto la cámara como el argumento
de las escenas pretenden captar a individuos en un momento determinado de sus
vidas, en medio de la cotidianidad. Y esto es así desde la primera imagen del
film, en la que de repente se ve a un hombre descendiendo apresuradamente unas
escaleras, sin saber de dónde viene ni a dónde va, pero al que no se puede
dejar de mirar. A menudo – como en la realidad – lo común, expuesto de forma
audiovisual, resulta vulgar o incluso irritante para el que mira (baste
remitirse a las risas estridentes y continuas que salpican el film), como si se
tratara de aquel video casero que cualquiera puede tener en el que se suceden
las imágenes que intercalan personas y lugares y que, pese a mirarlas, a la vez
deseamos que pasen lo antes posible.
Al mismo tiempo,
junto a la búsqueda incesante de lo cotidiano, Rostros presenta algunos aspectos que podrían encajar en algunas iconografías
de carácter más tradicional. De entre los cuatro protagonistas (si es que
pueden llamarse así), los jóvenes son rubios (Jeannie, Billy), mientras que los
maduros tienen cabello oscuro (Maria, Richard). Ambas parejas representan la
antítesis que media entre juventud y madurez, un abismo semejante al que hay
entre infancia y adolescencia, con la importante diferencia de que, con la
edad, se es más consciente del cambio y, quizás por ello, se siente más.
Precisamente en esta crisis generacional se hallaba inmerso Cassavetes cuando
realizó este film, luchando por huir de la rutina a la que la vida de un
ciudadano normal le abocaba al borde de los cuarenta años de edad, la misma
rutina que los personajes del film intentan combatir con divertimentos tales
como el alcohol, los bares o la infidelidad. Todos estos elementos dibujan
además la realidad del momento, los años 60 en Estados Unidos, en plena época
de la liberación sexual, no del todo asumida por la mayor parte de la población
masculina, cuya reacción vacila entre la pasividad y la violencia (como de
hecho se puede comprobar, por ejemplo, en algunos comentarios de Richard hacia
su esposa, Maria). Es por esto que un mismo hecho – la infidelidad – se
representa de forma diferente según el sexo. De esto modo, aunque es el hombre
quien recurre a ello primero, no muestra en ningún momento sentimiento de
culpabilidad, antes bien lo contrario. Sin embargo, todas las esposas que se
ven tentadas por el joven seductor, acaban arrepintiéndose de una forma u otra,
recordando a su marido y su familia, culpabilizándose de permitirse un desliz
como aquél. Es así como Cassavetes retrata la doble moral norteamericana de los
60, a la vez prohibitiva y defensora de la libertad (libertad que se observa en
las escenas del club, donde los jóvenes y las jóvenes bailan sin mostrar
ninguna preocupación). En contraposición a ese mundo juvenil, además, aparece
el tema de mayor interés para el hombre maduro medio de la sociedad del
momento: los negocios.
El afán por ser
respetado y halagado es mostrado hasta la saciedad en cada uno de los
personajes masculinos del film, que recurren a su pasado glorioso (¿la
juventud?) y al ámbito de los negocios para demostrar su valía frente a otros.
La crudeza con la
que Cassavetes muestra estas escenas, apoyándose en la captación de lo
cotidiano comentado anteriormente, hace de ellos sin embargo unos seres tristes,
desagradables a ratos y, sobre todo, paradójicos. La obsesión enérgica por la
apariencia a nivel social de ellos se contrapone nuevamente a un aspecto
femenino, el de la pasividad que todo lo traga hasta vomitar en el suelo de la
cocina. Y la distancia entre unos y otros se hace grande a pesar de parecer
cada vez más próxima, como los que están en diferentes peldaños de una inmensa
escalera.
Marta Chamorro Velázquez
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